“La Matanza”
En agosto el día 14 empiezan las novenas de nuestro Patrón San Luís, no sé cómo se harán ahora, las de mi infancia eran de gran solemnidad. El Patrón el día 25 de agosto puesto sobre las andas con las flores, la música con la banda de cornetas y tambores, los cantos, el recogimiento, la emoción, la alegría; en fin, ya han pasado 45 años desde mis últimas novenas…como si nada.
Dejando de lado -¿o no?- las connotaciones religiosas, tan importantes todavía en nuestro pueblo, San Luís es un símbolo de nuestra manera de ser albondoneros. De nuestra cultura popular, de la manera de entender la vida y dar respuesta a los avatares de la misma: “Por S. Andrés mata tu res y dale pita a tu tonel”-
Pues sí, ya estamos en el tiempo en que –hace 45 años-, en las calles de nuestro pueblo comenzaba a oler a matanza, primero a cebolla cocida, a pan casero recién hecho y a las especias que se molían en la casa. De hecho, la matanza se empezaba a preparar cuando se compraban los lechones unas semanas antes de hacer la primera matanza. Una vez puestos a punto del sacrificio, daban comienzo los preparativos reales de la fiesta para los chiquillos y el gran trabajo para los mayores. Aparte de asegurarse una buena cosecha de cebollas, ajos y alguna calabaza para la rica morcilla.
También había que acarrear troncos de olivo, almendro y ceporros para hacer “astillas” con las que mantener el fuego enorme para cocer la cebolla primero y calentar agua después, para pelar al cerdo, lavar las tripas y hacer buenas brasas donde asar los ajos tan necesarios para todos los embutidos.
Mi madre compraba en la tienda de S.A. “El testamento” que era el conjunto de especias molidas o no que se utilizaban para hacer la morcilla -clavo, pimienta, canela, matalauva, pimentón- Se compraba un testamento por cada cerdo y el vendedor ya te pesaba lo necesario de cada uno; también vendían tripas saladas en “mazos” y el preparado para hacer el salchichón y el chorizo de productos “Ruca”. Había que adquirir también las “ristras” de pimientos coloraos secos que los traían de la sierra, para la longaniza y adobos de costillas, papadas y lomos. Y las naranjas para la sobrasada que venían de Ugíjar.
Tres o cuatro días antes de la matanza se hacía un amasijo de pan y después de las matanzas se hacía otro de pan de aceite, además de galletas de horno, magdalenas, rosquillos de aguardiente y mantecaos y, como no, los exquisitos soplillos para las fiestas de Pascua; entonces no se decían de Navidad. En mi casa, mi madre guardaba todos estos dulces en las cestas de tapaderas y colgadas del techo muy alto de la despensa. Al lado de los “cuelgos” de uvas y granadas que se habían reservado para las matanzas ya que los granos de granadas se le echaban a la ensalada de col. Mis hermanos y primos descolgábamos las cestas con una caña, cogíamos un puñao de roscos, mantecaos etc. Y salíamos corriendo para la plaza a comerlos con las amigas. ¡¡Cuantas veces mi madre echaba mano de la cesta hallándola…medio vacía!!
Llegamos así a los días anteriores al evento. Era el día del llanto, todos a moco tendío,…mientras pelábamos 10 ó 12 arrobas de cebollas para la morcilla. Al día siguiente se cocía. Todo el día una caldera en el fuego llena de cebolla, que no paraba de soltar agua y había que ir sacándola con un cacico. La calle y el barrio olían a matanza y mientras el “mataor” afilaba los cuchillos, mi padre preparaba los “canales” para colgar al cerdo y los chiquillos buscábamos sogas y ramales para hacer el “meceor” y echar el “garabato”.
Matanza, día primero, la noche anterior, era de aquellas noches en la que a los niños de la casa nos costaba tanto dormirnos; soñábamos despiertos con el día del “frangollo” como se decía en mi pueblo. Nuestros padres se levantaban al ser de día, o antes, y nosotros esperábamos que empezaran a rebullirse para saltar de la cama también. Se echaban unas astillas al fuego- que no se había apagado- y se ponía un bidón lleno de agua para pelar y afeitar a las víctimas. “Quien repara en pelos no come tocino”, se dice, pero se agradece un buen cacho de tocino en el puchero sin pelos en la corteza. También se preparaba una buena mesa con mantel y numerosas bandejas de higos secos, almendras tostás, nueces, castañas, aguardiente, y otros licores. Era el pica-pica que se tomaba conforme iban llegando los convidados –hombres- antes que se hiciera de día. De hecho, la escabechina empezaba antes del alba; hasta el punto que cuando encendíamos la primera bolina aún era noche cerrada. También llegaba la matancera para “parar la sangre”, a fin de que no se coagulara, en el momento que el mataor lavaba la papada del animal y metía su afilado cuchillo hasta casi tocar el corazón. Esta era una maniobra muy delicada, pues si pinchaba el corazón, el animal fallecía en el acto y no soltaba la sangre- ingrediente principal de la morcilla-, se decía que en sus estertores gruñidos, el animal decía primero: ¡¡acudid, acudid!! Y ya agonizando: ¡¡ya pa qué, ya pa qué!! daba un par de patadas y quedaba para la segunda fase .
Esta era “el churrascao” con las arbulagas y bolinas, se quemaban los pelos y con yesones se limpiaba la piel quemada. Después se le tiraba agua caliente, se lavaba y afeitaba bien, se le metía el “canal” entre los tendones de los jamones y con una soga se colgaba de una viga del techo y se abría. “Si quieres ver tu cuerpo humano abre un marrano”.
Tras ello, se le sacaban primero las tripas, que se depositaban en el “menuero” forrado con hojas de col, para que no se rompieran. El “guajerro”, la asadura y el corazón se separaban y ponían en un lebrillo. Se le extraía un trozo de carrillera y otro de costilla, que se mandaban a analizar al veterinario. Una vez, bien abierto, limpio y escurrido se subía y se colgaba frente a una ventana que diera a la sierra, allí se dejaba hasta es siguiente día. Las mujeres llegaban y se ponían a lavar tripas, mientras se preparaban los chicharrones. Todos los adultos comían de la sartén, de pie y cada uno por su lado. Los niños -que no habían hecho la primera comunión- comíamos aparte en platos y sentados.
Las bromas y juerga eran constantes durante los dos días, máxime a la hora de comer, cuando todos los asistentes estábamos juntos. Después de los chicharrones se empezaba a preparar la masa de la morcilla. Se picaba la cebolla cocida y la calabaza a la que se añadía la “pringue” que dejaron los chicharrones del desayuno, se le ponía la sangre en la que se echaban las especias mezcladas con la miga de varios panes de días anteriores, junto con almendras fritas y un poco de picante, clavo, canela, pimentón, orégano, perejil, ajo asado y molido con sal y pimienta. Se amasaba bien y se probaba, friendo una poquita de masa en una sartencilla- esto a mi no me gustaba-, una vez conseguido el punto de sal y especias se llenaba con los morcilleros.
Las mozas casaderas decían que atarán las morcillas las abuelas o las madres, ya que se decía que quien las ataba no se casaba en varios años. Había que cocerlas en una caldera con agua hirviendo y sal. Se tenía que hacer con sumo cuidado, pues algunas tripas podían reventarse en especial las del milagro, y ya no se podían recuperar. Una vez cocidas se colgaban en unas cañas en la despensa que ya se tenía limpia y bien ventilada. Al medio día se comían las patatas con asadura y cebolla más su aliño. Mis tías junto con las otras mujeres se dedicaban a distribuir la carne para según que embutido y limpiarlas. Además había que preparar el cocido de la cena,”ya que a esa comida venían invitados”, con garbanzos y “orejones” (unas judías que en verano se secaban en ristras para tal fin), huesos de espinazo, carne, tocino y la morcilla recién hecha. La ensalada de col picada muy fina (hoy llamada juliana) que se adornaba con los granos de granada. Los postres consistían en boniatos cocidos y en rodajas, salpicados de canela molida, arroz con leche a veces de almendras y uvas medio pasas, que se colgaron en otoño. Todo regado con el buen vino de mi pueblo que ya se podía beber. Señor si le parece poco, le relato como hacer los otros embutidos ¿vale?, es de broma, cuando lo corrija puede cortar por donde quiera.
Antonia Rodríguez Lupiáñez
.
Comentarios