ERAN OTROS TIEMPOS…
Un 25 de
marzo de 1936 Pasionaria vio la luz por
primera vez en la improvisada sala de partos del dormitorio de su madre. En la calle, frente a la iglesia, en Gualchos,
la agitación del pueblo era notable: voces, disputas, disparos...
Su madre
se encontraba sola y asustada; su padre trabajaba de alguacil en el
Ayuntamiento. Al ponerse de parto, el hijo mayor, de 8 años, llamó a la vecina.
Él se encargó de hervir agua mientras que la vecina hacía de partera: cuando
dio a luz a la pequeña cortó el cordón
umbilical y lo ató con una guita de amarrar las morcillas.
Meses más
tarde comenzaba la Guerra Civil en
España y su padre se marchó al frente. Terminada
la guerra su padre volvió a casa sin saber lo que le esperaba por parte del bando
contrario y, apenas salió a la calle, lo detuvieron. El haber sido sargento en el
frente no le favoreció e ingresó en la prisión de Granada. Aquel mismo día,
Pasionaria, con tres años, en brazos de su madre, y sus dos hermanos cogidos de
la mano, de once y siete años, salieron caminando hacia Motril con lo puesto, dejando allí todas sus
pertenencias. Cuando llegaron a Motril, una
hermana de su madre los acogió y con el tiempo, se mudaron a una casa de
alquiler.
Para su
madre fue difícil sacarlos adelante. Se dedicó al estraperlo: le traían sacos
de pan de Armilla y luego los vendía; pasaba el río Guadalfeo con el agua
que, a veces, le llegaba hasta la
cintura para llegar a Molvízar, donde compraba jabón, huevos y animales que
después cambiaba o vendía…
A Pasionaria, cuyo nombre sólo rezaba en el
registro Civil, su madre siempre la llamaba Anita, pues el nombre con que la
registró su padrino, un hombre de izquierdas, no le gustaba nada. Con más de
tres años se bautizó con el nombre de Trinidad como su madrina, doña Trinidad
Alcalde. A Trini, con cuatro años, la
metió su madre en la escuela de doña Concha, en la calle
Nueva, y la mantuvo allí hasta los siete. Ella la llevaba a la escuela y la
recogía tras la clase. Un día se presentó allí en mitad de la clase para
llevársela al médico y le dijo a la maestra que tenía que recoger a su hija Anita, a lo que esta le contestó que
no había ninguna niña llamada Anita en su clase; y al verla nerviosa y asegurando haberla
dejado en clase por la mañana, la invitó a pasar a ver si su hija estaba allí;
cuando entró y la vio, la maestra le dijo que esa no era Anita y que esa niña
se llamaba Trini. La madre le explicó a la maestra el “lío” que se había hecho
con la historia de los nombres.
Trini ya
contaba siete años (plena postguerra) cuando la madre decidió ir a Granada a
ver al padre. Ella no quería quedarse con su tía y hermanos y fue con la madre,
quien la noche anterior preparó el hatillo y la comida para el camino. De
madrugada se pusieron en marcha y fueron cortando camino para aminorar el
trayecto. La niña, ya cansada, se detenía de vez en cuando y preguntaba a su
madre: “¿Falta mucho para llegar? Y la madre le respondía: “No, hija; detrás de aquella loma” Así
una y otra vez. Aunque salieron muy temprano, la noche se les vino encima con
la suerte de encontrar un cortijo que
estaba abandonado. Allí descansaron en un
camastro y con las claras del día retomaron el camino. Descansada y con la
esperanza puesta en que faltaba poco trecho que andar, Trini estaba contenta.
Aunque no conocía a su padre, tenía deseos de verlo y cuando las fuerzas le
flaqueaban, el anhelo de encontrarse con su progenitor le hacía levantarse y
continuar. Cuando llegaron a Granada, la niña suspiró y se sentó en el tranco
de la prisión para secarse con las cintas de las alpargatas la sangre que salía
de las heridas de sus pies. Una vez en el interior del edificio, en un salón
amplio y acomodado, vio a un hombre elegante que estaba tocando el piano. Su
madre se adelantó y lo besó apasionadamente, tras lo cual la llamó y le dijo
que ese hombre era su padre y que lo besara; ella le dio un beso y, como todas las niñas, se sentó en sus rodillas disfrutando de las
caricias que le prodigaba su padre. Pasaron escasos minutos cuando entró en la
habitación un sacerdote con el cual su padre había entablado una buena amistad
durante su estancia en la cárcel, ya que dentro de esta era monaguillo al igual
que de pequeño lo fue en la iglesia de su pueblo natal. El tiempo pasó muy rápido: se encontraban muy a gusto
comiendo y bebiendo refrescos, ágape que respondía a la celebración del día de la Merced y día de los presos.
Al
anochecer emprendieron el camino de vuelta hacia Motril y a la salida de
Granada, un conductor solidario paró y subieron a la parte trasera de su camión,
donde Trini gritaba entre sacos de maíz: “¡Qué alegría; no tendré que ir andando!”
Pasados
unos meses, la pequeña dormía arrebujada junto a su madre, cuando un
estrepitoso trueno la despertó; su madre mascullaba: “Santa Bárbara bendita líbranos de todos los males”. La
mujer se dirigió hacia la ventana; a través de ella vio gente corriendo Calle
Canteras arriba y decidió salir a ver qué ocurría. Viéndose sola, Trini se
escondió debajo de la cama, ya que había oído decir que los colchones de lana
amortiguaban los rayos, permaneciendo allí hasta el regreso de su madre, quien le
contó que un rayo había caído en la fábrica de Los Telares, matando al guarda,
mientras dormía.
Al alba
del día siguiente, Trini salió a rezar el Rosario de la Aurora por las calles
céntricas de Motril; su inocencia de niña la llevó a preguntarle a uno de los
misioneros: “¿Padre por qué el Señor no ha salvado a ese hombre que ha matado el
rayo? ¿Es que era malo?” Le respondió: “¡No, no, por Dios!” Ella le replicó: “Si Dios premia a los buenos y
castiga a los malos, ¿por qué no lo ha premiado a él? El cura, dándole
una palmadita en el hombro le contestó: “Anda,
hija, no hagas más preguntas; son cosas de la naturaleza”. Desde aquel día Trini
supo que Dios no se metía en nada.
En aquellos
tiempos de escasez se criaba toda clase de animales en los corrales de las casas.
A Trini le gustaba recoger los huevos que ponían las gallinas y que su madre
decía que “estaban pisados por el gallo”. Cuando la gallina se ponía clueca ponía
los huevos en una canasta de mimbre con un paño encima y la colocaba para que
los engorara. Pasados los días necesarios, cascaba el huevo, ayudando a salir a
los polluelos; ella se divertía viendo a la bandada detrás de la madre. Los
conejos hacían sus madrigueras bajo la tierra del corral y, cuando menos se lo
esperaba, veía las crías salir; le gustaba verlos corretear y les daba de comer
la hierba que les traía del campo para observar cómo movían el hociquito al
masticar. Durante todo el año se
engordaba un cerdo y por diciembre, el día de la Purísima, se sacrificaba y se
hacía la matanza, a la que se invitaba a familiares y amigos y
se comía hasta no poder más; la carne que sobraba se conservaba en una orza de
barro con aceite para su posterior consumo y los jamones y el tocino se metían
en sal, para colgarlos a secar posteriormente.
Trini
salió un día a pastorear una manada de cabras a las tierras de los Cordobilla
que hoy en día se ha transformado en La Rambla de los Álamos. Allí había una
gran explanada donde llegaban los carros de mulos que portaban gavillas de
trigo y cebada para que una máquina movida por bueyes las trillara; a ella le
gustaba ayudar en todo y se fue a
coger los sacos por la boca para que los llenaran con el grano, mientras las
cabras se comían las allozas colgadas de los almendros que había en el lugar,
lo cual provocó el enfado del guarda, que las espantó con su vara y se dirigió
a la pequeña diciéndole que tenía que pagar por ello. Intentó recuperarlas,
pero estaban tan revueltas que no la obedecían. Cuando las hubo reunido, volvió
a casa llorando. Una vez allí les echó habas para que comieran y a la mañana
siguiente dieran más leche, picó los cabos para el mulo, que tan débil estaba,
que cuando lo llevaba a Pueblo Nuevo por
higos, una vez de vuelta, a la altura de venta La Luna, se caía haciendo una
rociada por el suelo. Trini, ya cansada, decidió salir a jugar con sus amigas
al tejo en la placeta de la puerta de su casa, mientras llegaba la hora de
ordeñar. Era por marzo o abril,
temporada de la recogida de la caña de azúcar; miró hacia la Calle Cementerio y
vio venir unos burros que creyó que, como todos los días, traían gavillas de
cabos. Pero cuando se acercaron, ¡oh sorpresa!, se dio cuenta de que lo que traían era hombres
terciados sobre el aparejo. Muy asustada entró en casa y llamaba a su madre
diciéndole: “¡Mamá, mamá, los acarretos traen hombres con los pies y la cabeza
colgando, en vez de cabos!”. Abrió la madre una de las dos hojas de la
puerta rústica de clavos y se asomó. Cuando los vio, le dijo con esa paciencia
de mujer sufrida de aquellos tiempos: “Hija,
no tengas miedo; son los restos de la guerra.” Ella no entendió nada, pues
estaba acostumbrada a que los difuntos llegaran a la esquina de su casa metidos
en una caja portada a hombros y con su acompañamiento, dos curas con sus
hábitos y un monaguillo; allí le decían
el responso, le echaban el agua bendita y despedían al muerto, que
seguía a hombros, camino del cementerio.
Poco
después, la madre la mandó a comprar semillas para hacer un cocido. Estaba
oscureciendo y cruzó la calle con un poco de recelo, debido a la escasa
iluminación que había en las calles en aquellos tiempos. Al doblar una esquina escuchó un vocerío y vio a
un hombre sacar de un papel de estraza un puñado de sal que arrojó a los ojos
de otro individuo que salía de la tienda de comestibles a la que ella se
dirigía, el agredido gritó, tras lo cual fue apuñalado en el pecho, cayendo al
suelo. Trini corrió como un gamo hasta su casa y al saltar el tranco tropezó y
cayó; su madre la recogió del suelo y
estuvo agarrada a su cuello hasta que se tranquilizó. Entonces le contó lo ocurrido a
su madre, que le
dijo: “Pero hija siempre estás metida en
todos los episodios”.
Cuando Trini
cumplió 11 años, el padre volvió a casa. Venía muy instruido: entre otras cosas,
había aprendido a jugar al ajedrez y
quería que su hija también jugara con él,
ya que decía que, además de ser un juego divertido, desarrollaba la mente. Tenía
que ganarse la vida y se puso a buscar trabajo. Se levantaba a las 6 o a las 7 y
se iba a la Rambla de Capuchinos, donde estaba la Plaza del Trabajo. Allí
esperaba con sus dos hijos varones, como otros muchos, viendo caer los chorros
de la fuente donde la gente cargaba el agua para el consumo diario y los
animales, a la vuelta de su jornada, bebían en las pozas. Una farola en medio
de la plaza alumbraba las cañas de armiz que ponían a la venta en la esquina,
bajo los carteles del cine. Después de una larga espera llegaba el capataz,
daba unas vueltas alrededor de los que allí esperaban y como los conocía de
veces anteriores, al que más rendía y
menos descansaba, lo contrataba.
Al ver la
cosa mala y no encontrar trabajo,
decidió visitar a un viejo amigo de Carchuna que se alegró mucho al verle y le
ofreció el alquiler de un pedazo de tierra para que cultivara, y pensó que detrás
de la fábrica Burgos había un cerro que reunía las condiciones para sembrar las
almácigas de tomates y cebollinos. Allí iba ella todos los días después de
salir del taller de costura a regar las plantas. Una vez que las matas estaban
en su punto, el padre avisó al sereno para que le tocase en la ventana a las 6
de la madrugada del día siguiente para despertarlo e ir a trasplantarlas a la tierra
que había alquilado en Carchuna. Ella y
su padre cargaron con los accesorios y se fueron andando hasta el terreno.
Cuando llegaron, mientras su padre arrancaba palmitos junto con sus hermanos
que llegaron más tarde, Trini plantaba los tomates y los cebollinos; al llevar
unos 50 metros de caballón notó que por las piernas le chorreaba sangre y se
sujetó la falda entre las piernas hasta llegar a un cortijo que lindaba con la
finca. La dueña, al verla tan pálida y sangrando, la consoló enseguida y le
dijo: “No tengas miedo, ya eres mujer”.
Antonia, que así se llamaba la mujer, tenía el pelo negro, aspecto duro y una falda
amplia hasta los tobillos; entró en una habitación y sacó una sábana muy usada
y con las manos cortó un trozo y le dijo: “Toma y póntelo que te aguante”. En esos
momentos pensaba: “Si ahora era una mujer que estaba sangrando, ¿qué había sido antes?”.
Antonia le preparó una taza de hierba luisa y mientras se la tomaba, le explicó lo que su
madre le debía haber contado antes.
Desde
este momento en que se hizo mujer decidió que todos esos tabúes, prejuicios y
miedos que había en aquellos tiempos los apartaría de su vida y aunque no lo ha
conseguido del todo, a la hija que tuvo en su matrimonio la educó sin ellos.
Trinidad Cabrera Figueroa
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