COSILLAS QUE RECUERDAN A TU NIÑEZ Y LA MÍA
Estoy sola en mi casa, cojo el lápiz para escribir estas cosillas que recuerdan a tu niñez y la mía y te ríes al cabo de los años,… Vivía en la calle Burgos, hoy calle San Roque, a la derecha de la calle estaba la casa de Juan Escribano que fue alcalde de Motril, unos metros más arriba estaba el portón de Burgos donde había muchas niñas amigas mías, a continuación la fragua del Puga; también vivía cerca de nosotros Cueto, el clavelista. Enfrente la casa de Paco Correa, también clavelista, calle arriba estaba la tienda de la Cantimpla.
Había muchas niñas en aquellos años, todas muy amigas, íbamos juntas al colegio y al catecismo; jugábamos en la calle todas, teníamos mucha unión. En lo alto de la calle había una fuente que daba vista al Barranco de las Monjas, donde también otras niñas subían y jugaban con nosotras. La salida del Barranco era por la Plaza de Toros; pero siempre echábamos por la calle Burgos; así es que nos conocíamos todos. En el Barrancos vivían los más conocidos del pueblo: el Colorín, la Angelillos, la Cagá, el Patas Tuertas, el Racera, el Lele y el Carderas.
Mi padre trabajaba en la fábrica Burgos, tenía tierras en la Vega, sembraba cañas, boniatos, calabazas, maíz y habas. Un año los boniatos salieron muy buenos, había boniatos por todas partes, eran demasiado para la casa. Mi madre le dijo a mi padre que por qué no vendía algunos en la casa, mi padre le dijo que hiciera lo que ella viera mejor.
Mi madre puso su puesto de boniatos, calabazas, panochas y un saco de habas verdes; uno de los días que ella tuvo que ir al cortijo a echarle de comer a las gallinas y a los marranos me dejó al cuidado de negocio. Me senté en una silla, al lado había un peso de balanza con una pesa de a kilo. Me dijo: Carmela, los boniatos a dos gordas el kilo, la calabaza entera a cinco gordas y las panochas tres chicas. No te muevas de la silla que voy al cortijo, me puso a mi lado un cenacho para ir echando el dinero.
En ese tiempo no podía tener más de ocho años, la primera clienta fue Angelillos la Cagá.
- Niña, ¿Qué vendes? ¿No está tu madre?
- No (contesté)
- Toma este zarcillo y me das de todo, cuando tenga el dinero le pago a tu madre y me llevaré el zarcillo, ¿Vale?
- El zarcillo al cenacho.
Vino la Colorina y trajo un mantoncillo y se llevó lo mismo. Puga trajo un candil y una rasera, cogió todos los boniatos que pudo y las calabazas que podía llevar. Salas el sillero trajo una sillita preciosa, también cargó con lo que pudo.
Como mi madre me dijo que no me moviera de la silla, pues no me moví; todos eran personas muy conocidas, se despacharon a su gusto. Cuando mi madre vino del cortijo estaban las espuertas limpias y miró para el cenacho y no había ni una gorda, solo las joyas que habían dejado los clientes.
- ¡Carmela!, ¿Dónde está Tolo lo que había aquí esta mañana?
- Se lo han llevado y cuando tengan el dinero te lo pagan a ti.
- ¿Y esto qué es? (mirando al cenacho).
- Lo han dejado para llevarse los boniatos, las panochas y las calabazas.
Mi madre se irritó bastante y con razón, a los pocos días unos amigos de mis padres vinieron a mi casa y le dijeron que yo era muy espabilada porque no le vendía un poco de carbón que tenían, sino lo iban a gastar. Mi madre le dijo que sí; en una calle detrás del Coliseo Viñas, debajo de un arbolillo que había, me pusieron el puesto. Un cajón de carbón y un peso, todo el día sentada, no podía moverme de la silla; me vigilaban por una ventana de cristal.
- ¡No te vayas Carmela que se llevan el carbón!
Y yo quieta al lado de carbón, la gente pasaba y decían: niña, ¿de quién es el carbón?
Yo le decía: de Sacramento. Se iban refunfuñando; pasaron muchos días y no vendía nada y al cabo de lo menos un mes vendí kilo y medio; le dije a mi madre que no vendía más carbón que a mi los negocios no me van. Mi madre como era tan buena decía: No te da pena dejarte el carbón sin vender. Si no vendía nada, si crecía el carbón en el cajón, cada día había más.
Bueno, el verano se acercaba y un tío mío le dijo a mi padre que tenía dos meses libres en la fábrica que porque no ponían un bar en la playa. Mi padre no lo vio mal, pues manos a la obra; del camino del cortijo se cortaron las cañaveras, de la rambla de las Brujas las gavillas de aneas para preparar “el chalé”.
Siempre estaba con mi padre, hicieron una choza que no tenía más de cinco metros, en ella había una mesa redonda con un plato y tres o cuatro vasos, a la derecha una bacalá, en el techo el candil que me dio el Puga por los boniatos y una cinta de esas donde se pegan las moscas; cuatro taburetes que los cortaba mi padre cortaba mi padre de los pitones que salían de las pitas que había en el cortijo, unas pocas habas y una garrafa de vino que mi padre compraba en la taberna de el Ciego que estaba en lo hondo del camino de las Cañas.
Mi madre por la mañana hacía una buena sartenada de migas, unas espichas y camino de la playa que habría que abrir el restaurante; había dos turnos, es decir dos hombres, uno por la mañana y otro por la tarde; cuando empezaba a oscurecer cargábamos el burro y para Motril. A la mañana siguiente la misma tarea, de camino que íbamos a la playa cogíamos las habas fresquitas, los clientes esperan. Así paso casi todo el verano, un día le dijo mi tío: ¡José!, Este Antonio que se bebe todos los días un pesetero y no paga, dile algo. Mi padre contestó: Manuel, tu, ¿te has fijado bien que mide Antonio más de dos metros?, se me ponen los pelos de punta de pensar en llamarle la atención. Mi tío le dijo: José ¿qué te va a pasar? Cerca de la choza había una junquera con unos cardos que tenían unos pinchos que daban miedo, mi padre cuando vino por la tarde le dijo: Antonio, que pasa, ya has bebido bastante, a ver si pagas algo. Como mi tío y yo estábamos allí, le dijo: ven José – cuando estaba cerca de la junquera copio a mi padre como el que coge un bebe y lo echo encima; pobre papá, tenía pinchos hasta en las pestañas.
Cuando mi tío logró sacarle de allí le dijo: Manuel, no quiero más negocios. Cogió su burro, cargo sus cosas que eran muy pocas y nos vinimos a Motril. Nadie podía mentarle a papá la playa, se le ponían los pelos de puntas; veía a su amigo Antonio por todas partes; después le pidió perdón a mi padre y fueron amigos. Pasaron los años y un día sentado en la puerta del cortijo le dije: papá, ¿te acuerdas de aquel año que nos hicimos del restaurante en la playa? ¡Qué bien lo pasamos! ¡El negocio fue de maravilla!. Hoy a los sesenta y seis años se lo cuento a mis hijos y se ríen, ¡Pobre abuelo”
Carmen Julian
Comentarios
Un abrazo muy fuerte. MªEugenia.
Dentro de poco el premio Planeta.
Esto me ha recordado cuando Manolito y yo encontramos el escondite del dinero del abuelo.
Muchos besos Darío.
Carmela eres una fenomena no te puedes ni hacer una idea de cuanto te quiero, sigue asi que escribes muy bien y cuentas historias preciosas...
Jorge eres estupenda
Elena brasil
Carmen, me han gustado mucho tus recuerdos y que te hayas decidido a ponerlos a disposición de todos y todas para su lectura.
Toda tu familia se sentirá orgullosa de tener una madre, abuela... así de simpática y amable.
Un beso grande de la que, por un curso, fue tu maestra.
Inma.
Estás hecha toda una escritora.
Muy bonito y gracioso tu relato.
Un beso muy fuerte de tu yerno.
Miguel Angel.
muchos besos, de tu amiga.
Conchi