"Querida hermana Lola"

 


          Si acaso la luz no entrase tan viva por los rectángulos de la persiana, la mujer podría conciliar de nuevo el sueño. No le agrada estar así, tumbada en la cama como un peso muerto, dándole vueltas a la cabeza. A su lado, el marido roncaba apaciblemente. Él no se levantaría hasta las diez o las once de la mañana. Era su forma de hacer más cortos los días, ahora que ya el tiempo era una página en blanco entre el amanecer y el ocaso. Tengo que levantarme, pensó. Pero siguió echada un poco más, mirando las sombras chinescas que se proyectaban distorsionadas en el techo, al azar de las personas y objetos en movimiento que se interponían entre la oblicuidad del sol y las rendijas de la persiana. Eran gentes que iban o venían —caminando o en automóvil— a alguna parte, de algún lugar, que tenían razones para moverse, para estar de pie como un corazón latiendo a esas horas. Voy a levantarme, se repitió.

          Fuera de la casa, la calle es solamente un ruido de pasos, voces y motores. La mujer reconoce casi todos, porque son los mismos de ayer y no espera tampoco otros distintos mañana. Son los ruidos de siempre que van al campo para la recogida de patatas, que se dirigen a la fábrica con sus motos, que caminan al mercado para comprar temprano, que marchan a la estación de autobuses para visitar al médico de la capital.

       Encarna, comienza a preparar el desayuno. Se dirige al baño. Cuando está terminando de acicalarse, un sonido familiar y alarmante que proviene de la cocina llama su atención. La mujer, entonces, se apresura hacia el lugar, mira con angustia el cazo donde hierve la leche y observa cómo el líquido se derrama hacia las llamas azules. Con cierta torpeza, reacciona y gira la llave de la hornilla. Mientras seca con un trapo la encimera y el fogón, se alegra de que no esté allí ninguna de sus hijas. La de veces que les habré regañado porque se les ha ido la leche, recuerda sonriendo con tristeza. Sobre todo a Encarni, a la que nunca gustaron las tareas de la casa. Y ahora ya ves, enfermera en el Hospital Comarcal, casada con un abogado y dos hijos. Con un doble sueldo pueden reírse del mundo. En cambio, la pobre Pilar... Todas las noches le pide a Dios que su marido vuelva con ella y los niños. Mira que liarse el sinvergüenza con otra, dice en voz alta sin darse cuenta. Pero ya volverá. La crisis esa de los cuarenta. Y, mientras tanto, son los niños los que pagan el pato. Pero su Virgen ayudará a todos. También a Juanito para que termine su carrera de ingeniero y encuentre pronto trabajo.


       Encima se me ha olvidado ponerle azúcar a la leche, se reprende. Cada vez estoy más distraída. Menos mal que aún me siento ágil. No quiero ser una carga para nadie. El que me preocupa de verdad es Juan. ¿Qué sería de él, si yo faltara? Con esa artrosis. Y sin saber freír un huevo... Espero que Dios se acuerde de él antes que de mí.


          Camina hacia el cuarto vacío de las niñas. Sujetos a la pared cuelgan aún los carteles de los cantantes que colocó la menor antes de casarse. Abre una mesa de plancha y recoge al azar el primero de los trapos amontonados sobre una de las camas. Justo en ese momento se da cuenta de que no le apetece nada realizar ahora esa tarea. Sonríe de verdad por primera vez, como si fuese una niña buena a punto de hacer una travesura. Mientras su marido duerme, Encarna se dirige al cuarto de estar. Junto a la tele, sobre el mueble, descansa una carpeta verde. La toma con su mano diestra y se sienta en una silla junto a la mesa camilla, tira de las gomas, la despliega y extrae de su interior un lápiz, una goma, un sacapuntas, un sobre, una cuartilla blanca y comienza a escribir.



M..., 23 de Mayo de 1984


Querida hermana Lola:

          Espero que al recibo de la presente estés bien; nosotros bien, gracias a Dios.

          Va a hacer en junio dos años que no nos vemos, aunque el mes pasado me telefoneaste a casa. Entonces no te quise decir nada, porque quería darte una sorpresa. Quizás al ver estos garabatos ya te lo habrás imaginado: ¡He aprendido a leer y escribir! 

          No te puedes suponer lo importante que ha sido esto para mí. El que no sabe leer ni escribir es como un ciego que siempre necesita un lazarillo. Yo no podía ver los letreros, ni los carteles, ni las etiquetas, ni los nombres de las calles, ni los recibos, ni tus cartas. Tampoco podía rellenar una solicitud, ni dejar una nota escrita, ni mandar un telegrama, ni escribirte a ti, Lola, las cosas que se me olvidan o que quisiera contarte y no sé cómo porque no encuentro en ese momento las palabras.

          Tú sabes cómo soy yo, lo inútil que me he sentido siempre para todo lo que no fuera hacer las faenas de la casa. Lo que se saliera de cocinar, lavar, planchar se me hacía propio de hombres o de mujeres jóvenes. Salir de casa para ir a una escuela y aprender me parecía mucha "modernura" para mí. Algunas vecinas me lo criticaron y hasta tuve unas palabras con mi Juan. Me sentí tan mal que estuve a punto de no volver a la escuela. Si te digo la verdad, en el fondo estaba un poco desanimada, porque llevaba meses luchando con el lápiz, intentando que las palabras me salieran como las veía en la pizarra, y no podía. Cuando iba a leer me bailaban las letras y confundía unas con otras. Entonces, un día en mi casa, abrí la carpeta, saqué las fichas de lectura y las desparramé por la mesa. Las miré y remiré durante tanto rato que acabé por no verlas, por no ver nada, por quedarme un poco como ausente. De pronto "supe" —no me preguntes cómo— que yo podía leer la primera frase de una de las fichas. Muy nerviosa, la repetí en voz alta varias veces: "ES-TO-Y SO- LA", "ES-TO-Y SO-LA", "ESTOY SOLA". Sabía que era eso lo que decía la ficha, pero no sé por qué aquello no podía ser ahora verdad, no era lo que yo sentía. Casi temblando, cogí el lápiz para escribir mi pequeña verdad: "No estoy sola". Y aquello sí era la verdad, porque éramos mi Juan, mis hijos, mi hermana Lola, mis maestros, mis amigas, los que estábamos alrededor de esa frase como alrededor de un pequeño fuego. Y aquella frase era un poco como yo misma, no sé; como yo misma mirándoos...Y como ésa era la verdad y debía decirse, la escribí en todas las hojas vacías de mi cuaderno.

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