"La pequeña encina"

 



Hoy ha sido un día muy especial. En verdad, un día mágico. He plantado mi primer árbol: un retoño de encina. Mi corazón redoblaba, no sé por qué, cuando el plantón quedó flotando, vivo, erguido orgullosamente sobre su hoyo en aquella ladera ocre y pelada de la Sierra del Jaral. Yo sé que algo de mí —algo bueno y verdadero— ha quedado para siempre enredado a las raíces de mi encina...


Esta mañana me levanté temprano y antes de asearme observé la calle y el cielo a través de la ventana de mi habitación. Ayer había llovido larga y mansamente. Sin embargo, me di perfecta cuenta de que hoy se presentaba un día espléndido. Hacía bueno y además la tierra estaría blanda.

Después del desayuno, me encaminé a clase.  Frente a la puerta de entrada esperaban mis compañeros y el profesor. Subimos al autobús y me acomodé en el asiento que tocaba.  Habíamos decidido ir a las estribaciones de la Sierra del Jaral a sembrar plántulas de árboles y arbustos propios de la zona: encinas, algarrobos, palmitos...

Con el sol luminoso tumbado en mis rodillas, subimos despacio las sinuosas carreteras que conducen, por la Fuente del Moral y el Cerro de los Conjuros, a la Sierra del Jaral. El paisaje otoñal comenzó a pintarse de colores cálidos: verdes y amarillos, encarnados y esmeraldas... Los ocres, azules y blancos dieron la bienvenida a las piedras y al cielo. ¿No os habéis fijado, desde las barranqueras y laderas calizas que flanquean el camino, cómo el mar se pierde a lo lejos cuando no hay bruma? Parece un caramelo de menta en donde el sol remansa sus banderillas de fuego. De repente, un oh sorprendido se escapó de nuestras gargantas. Dos majestuosas aves rapaces, quizá dos halcones, se elevaron entre las coladas girando y girando sobre nuestras cabezas, convirtiendo en una mancha cada vez más pequeña el autobús...

Antes de llegar a nuestro punto de destino, efectuamos una breve parada. ¿Habéis escuchado alguna vez a los pájaros del bosque cantar, leer el libro verde de la vida abierto en los pinares? Sus cantos se nos llevan el corazón de la mano... ¡Ah, cómo respiraba el pulmón la mañana! ¡Qué cielo de paz sobre los pinarcillos! Un rebaño de nubes se deshacía y se convertía en polvo sobre los picos de la sierra vecina. Sólo se percibían trinos y viento y un coro alborozado e incallable de insectos.

En seguida, reemprendimos el camino. Mudos, monte arriba y monte abajo, nos escoltaban el espeso matorral acaracolado y una menuda vegetación de palmitos y acebuches. Más en alto, enormes ejemplares de pino carrasco parecían tener cogido al firmamento. El profesor dice que, donde el suelo es silíceo, también aparecen, solitarios, con los brazos abiertos al aire, algunos alcornoques, pero esta vez yo no pude ver ninguno.                         

De pronto, al tomar una curva, el paisaje cambió bruscamente. Un espectral cortejo de pinos calcinados, negras calaveras de la sierra, flanqueaban la pendiente a un lado y otro del asfalto. La tierra, en algunos tramos, era de color ceniza. Una sensación ardiente y fría, de rabia y pena al mismo tiempo, nos embargó mientras bajábamos del autobús y distribuían los picos, azadas y palas. Caminamos pensativos, cuesta abajo, por aquel lugar que habría sido Marte de no mediar el cielo azul que nos miraba. Aquí, la vegetación ausente no podría, enroscada en un abrazo profundo, proteger al suelo tendido en su lecho: la lluvia se lo llevaría al mar, de tumbo en tumbo, enterrándolo inevitablemente en el agua salada; las verdes hojas de los árboles desaparecidos no tendrían la oportunidad de llenar de oxígeno los pulmones de la ciudad donde vivíamos, ni sus ramas sostener ya el canto cristalino y multicolor de los pájaros.

Comenzamos a cavar silenciosamente. Quizá no entendíamos bien cómo podían ocurrir calamidades así. «Cuando nos demos cuenta del valor precioso de los árboles, los bosques, volverán a nuestros montes», solía repetir nuestro profesor. Todo empezaba a tener un sentido cada vez más pleno para mí: las bulliciosas marchas de hace un año por las veredas del campo para  recolectar semillas y luego reconocer y clasificar laboriosamente las diversas especies, el tratamiento diferente a cada una para lograr su germinación en nuestro modesto vivero... Así nacieron muchos árboles; encinas, alcornoques, algarrobos, pinos piñoneros... y también arbustos como coscojas o retamas... En realidad, estábamos luchando por la vida, defendiéndola del desierto que devoraba el suelo paso a paso. Debajo de la ceniza gris, la tierra parecía viva y contenta. Mientras acunaba mi plántula de encina en su corazón abierto, el pequeño vegetal y yo quedamos mudos mirándonos frente a frente. ¡Qué extraña emoción hecha de luz y tierra! ¡Qué recuerdo común nos traspasaba como un río de centellas!... Desde entonces, supe con certeza que los árboles y yo éramos páginas vivas del mismo libro, que estábamos igualmente encadenados a la Tierra y compartíamos el mismo deslumbrante destino. Cuando volvíamos a casa, yo sabía que mi lucha en favor de los bosques y la naturaleza acababa de empezar.

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