LA VERDADERA PARTIDA

 LA VERDADERA PARTIDA


     Érase que se era un peón de ajedrez que, paso a paso, tras un desatado esfuerzo, alcanzó la octava fila. Allí, en aquel lugar privilegiado y seguro, empezó a dudar. Según las leyes ajedrecísticas, había alcanzado el mayor de los honores posibles: cambiar de estatus, obtener el poder más apreciado, después del Rey. Pero ahora no sabía si transformarse en Caballo, Alfil, Dama o Torre. El objetivo común de todos sus camaradas era ganar de forma elegante o contundente la batalla. Al parecer, no cabía otra alternativa sino recurrir a un minucioso análisis antes de tomar una decisión de la que dependía su destino y el de sus colores.

     Observó con interés la posición de las piezas en el tablero. Su mente dibujó cuatro o cinco escenarios finales, tal vez favorables. Desfilaron por su imaginación decenas de variantes, algunas absurdas y todas ellas insuficientes en comparación con el número casi infinito de movimientos posibles. Al cabo de un rato, agotado e inseguro, fueron las figuras mismas, sus compañeras de equipo, las que llamaron su atención. Otras consideraciones inesperadas, fruto tal vez del cansancio o de un gigantesco hastío disimulado hasta hoy en su corazón, se revelaron inoportunamente.

     Transformarse en Caballo no le hacía mucha gracia: eso de mudar de color a cada salto se le antojaba voluble y oportunista. Decidirse por el Alfil era una solución incómoda: el Alfil tiene un carácter oblicuo y misántropo; no quiere cuentas con el otro Alfil, a quien se dice que nunca ha podido ver. Si se convertía en una poderosa Dama, le cambiaría la voz y el carácter, y no se hallaba anímicamente preparado para ello. Por último, decantarse por la Torre, tan pesada e inelegante, no lo veía demasiado claro.

     Comenzó a pensar que lo que anhelaba de verdad no era coronar en la octava fila, sino el sencillo imperio de un peón; que ambicionaba sólo su propio señorío, moverse en libertad cuadro a cuadro, proteger a otras piezas, establecer una base de operaciones para el caballo o el alfil; que aspiraba a la autoridad de un peón aislado, avanzado, retrasado, bloqueado, pasado, semipasado, colgante o envenenado; que únicamente pretendía comer en diagonal o al paso. En aquel mismo instante, habría renunciado a la gloria, habría retrocedido sobre sus huellas para mostrar el descubrimiento a sus iguales y así, entre todos, cambiar aquella absurda regla del juego que exigía a los peones dejar de ser ellos mismos cuando alcanzaban la última frontera; pero los peones, como se sabe, no pueden volver atrás.

     El peón de ajedrez quedó, pues, otro buen rato meditando en el tablero, sopesando los pros y los contras de su determinación.

     De pronto, le sorprendió el reloj. La aguja implacable dejó caer la bandera.

—Lo siento, señor —el árbitro colocó las clavijas a la misma altura y detuvo el reloj de doble esfera—. Ha perdido.

     El hombre salió de su estupor. Miró un momento aquel rostro de seminarista entrado en años, observó la silenciosa sala de juego, examinó la silla vacía de su oponente. Antes de firmar la planilla que el juez del torneo le ponia por delante, volvió sus ojos al heroico peón en la casilla a8. Ya era tarde. El peón había perdido como se pierde siempre la única y verdadera partida: por tiempo.


Se trata de un relato muy querido por mí en donde reflexiono, en la medida de mis posibilidades, en la naturaleza simbólica de nuestro juego-ciencia o juego-arte y alguna de las connotaciones filosóficas y existenciales que algunos aficionados consideran/consideramos  implícitas en su práctica 

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