¡No oyes caer la lluvia!


Aquella pasada noche no había parado de llover, y amaneció lloviendo con la misma intensidad. Mi hermano y yo nos entretenemos jugando con los tizones, haciendo círculos de aquella candela que llevaba toda la noche encendida. Así paliar el intenso frío que hacía aquel crudo invierno, y que compartimos en nuestra adolescencia.
De improvisto apareció a lo lejos una silueta de color de azabache, tambaleante que se acercaba, y siguió haciéndose, hasta que se presentó sin más. La mujer, era delgada, alta y según comentaba había llegado en el autobús de primera hora. Las dos perras no le dejaban continuar el paso, le parecían un ser extraño, por la forma de vestir, teniendo que disuadir a los animales, para que dejasen la amenaza contra esta mujer.

Ella requería que alguno de nuestra casa le acompañara hasta llegar a su hacienda, que distaba a un considerable trayecto, con un camino estrecho, por entre lomas y vaguadas. A mi hermano no le importó, no le impedía aquel trayecto peligroso, en un tramo especial, con las dificultades de cruzar la rambla, que este día iba enfurecida con el agua, teñida de fango rojizo, y las piedras que sonaban con un atuendo espantoso. El joven al llegar a este punto, tuvo que hacer un gran esfuerzo, y cargándola a cuestas, y así cruzar este punto tan complicado del camino. A el se le doblaban las piernas, no podía con la corriente del agua que llevaba ese día, y más con el cargamento femenil.

La señora se había tapado la cabeza, la cara, no quería saber nada de aquello que estaba sucediendo. De vez en cuando –preguntaba ¿niño está lloviendo? El, en aquel momento, ya temblaba de frío, también se vio atrapado por los largos brazos que tenía esa señora.—no veo por donde vamos, comentaba ella, la niebla era en cada momento más intensa. El camino se había convertido en un barrizal, el precario calzado, resbalaba en cada momento, esto se les hacía todo más dificultoso, el viento del norte se les calaba en los huesos.

Ya mi madre se impacientaba, cuando la tarde se fue poniendo plomiza al salir la redonda luna, por la parte alta de la montaña, pues ella era la que le aconsejó este acompañamiento tan arriesgado, aquello pasó como tantas cosas pasaran, hoy queda la nostalgia de un recuerdo, que le tocó a mi hermano, lo mismo me hubiese tocado a mi, que no faltaría mucho. El cruzar el arroyo lleno de agua, como en tantas ocasiones, en algunas con demasiado peligro.

Hoy está lloviendo, cincuenta y cuatro años más tarde. La rambla sigue en el mismo lugar, aunque, no sale con la furia de antaño, nos queda esta oportunidad de recordar, es vistazo al pasado, un recuerdo que se me gravó en la mente, después hoy pregunta mi mujer--¡no oyes caer la lluvia! 

En Motril a 18—1—2015

Manuel  Escañuela Rodríguez 

Comentarios

Maruja ha dicho que…
Muy bueno Manuel. Feliz fin de semana.

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