VIVENCIAS
¡Qué hermosa tarde! Y ya son casi las seis, tengo que irme a casa. Las niñas que están por las calles hasta las tantas son unas machonas –siempre me dice mi padre- cuando llegue a la casa tienes que estar allí; pero todavía puedo aprovechar un poco más, y me quedaba en la entrada del pueblo en la que había una especie de plaza desde donde veía perfectamente “La curva del Coronel” por donde despuntaban todos los hombres que llegaban al pueblo al terminar su trabajo.
Mientras esperaba su regreso seguía jugando al pilla pilla, a la comba, a la rueda, a engancharnos a los coches o dejarnos caer por un terraplén enfangado con una penca en el pie para resbalase lo suficiente y así formábamos un tobogán.
¡Ya viene mi padre! Inconfundible para mí, era un hombre alto, delgado, con su chaqueta de pana desgastada por lo duro del trabajo y del clima, su sombrero y el cabestro de “La española” (la mula) sobre los hombros: había una relación entre ellos extraordinaria, parecía que venían de la mano.
Abandoné los juegos y a mi amigos y corrí por la calle Tajo que era empinada como su nombre indica hasta llegar a la calle Alamillas que era la mía; siempre hacía arriba.
- Ya estoy aquí mamá.
Al rato venía mi padre y mi madre salía para ayudarle a descargar las cosas que traía en la mula: las herramientas de trabajo, leña, la calabaza del agua, la talega casi siempre manchada de aceite. Esto último era motivo de una pequeña disputa entre ellos.
- No se como amarras la talega que siempre la traes manchada. - Si tu no le echaras tanto aceite en la comida, a lo mejor no se derramaba. – Si no le echo aceite ¿Qué alimento va a tener la comida? – Bueno, no hables más, las lavas y se acabó, ¿está el agua caliente para lavarme? – Si, en el cacico que hay en la lumbre. Y empezaba el ritual, ponía un cajón y encima una palangana de porcelana con algunos desconchones, al lado el jabón y un estropajo hecho de cuerda para los pies, junto al cajón un cubo para echar el agua sobrante del lavabo que se hacía en dos turnos. Primero un agua para la cabeza, la cara y las manos y otro agua para los pies; después ese cubo de agua sucia se tiraba al barranco que estaba un poco más arriba de mi casa.
Esa noche en la cena dijo mi padre a mi madre: - Prepara las cosas que esta semana arrancaremos las papas. Yo no voy, me quedo con mama Juana (mi abuela) – No, tu vendrás con todos nosotros. La recogida de las patatas era motivo de alegría para mis hermanos y en el fondo también para mí; pero como el campo no me gustaba yo siempre protestaba.
Al cabo de dos días, todos muy temprano ya estábamos levantados y preparados para irnos al “Nacimiento”; este era el nombre de la finca donde mi padre sembraba las patatas y otras berzas y hortalizas. También teníamos frutales como el ciruelo, naranjos, perales, mandarinas, membrillos y además teníamos olivos. Dicha finca estaba situada en un lugar privilegiado, pues era un pequeñísimo valle entre dos montañas en pleno monte de Itrabo cerca de Jurite; el camino era empinado y lleno de piedrecillas redondas y sueltas que te hacían resbalar constantemente.
Cargó mi padre todos los arreos en “La española”, parece mentira como podía cargar tantas cosas sobre la mula, que todo fuera perfectamente bien y además quedaba espacio para ir subidos mi padre y mi madre e incluso a veces yo en medio, claro que era muy pequeña. Ese día no me subía a la mula, estaba enfadada y tenía que mostrarlo.
Por el camino mi padre nos contaba historias: ¿Veis aquella piedra blanca a lo lejos? Todos mirábamos – Sí. - Le contestábamos al unísono pues esa finca era de mi abuelo. - ¿veis ese cortijo abandonado y medio derruido? –Si. – Contestábamos otra vez, pues ahí estuvieron durante mucho tiempo los de la “sierra” escondidos.
De la sierra no lo entendía y con mi enfado tampoco me importaba, llegamos al Nacimiento, la verdad es que aquello era bonito, era una especie de parque en medio del monte con unos poyetes hechos de piedra y cemento que rodeaban una hermosa placeta de tierra; enfrente había un pilar hecho también de piedra con un gran chorro de agua que nacía en una mina que había, a mano izquierda con una profundidad de dos o tres metros lateralmente y a través de una pequeña acequia el agua era conducida al pilar y allí caía con mucha fuerza, por eso esta finca se llama el Nacimiento.
Empezó mi padre a descargar la mula, mis hermanos mayores y mi madre fueron llevando los arreos para arrancar y recoger las patatas; azadas, espuertas y algún cubo, a mí me mandaron a meter las botellas de “Sanitex” dentro del pilar para mantenerlas fresquitas para la comida y también una botella de vino que luego mi padre mezclaba con el Sanitex y decía él que estaba bueno; después encendía una pequeña hoguera que dejaba que se pasase toda la leña y solo quedaban las ascuas.
Las primeras patatas que se recolectaban, siempre las más gordas las enterraban en la lumbre para comerlas por la tarde y al medio día en otra hoguera paralela y siempre vigilada mi madre, sacaba la sartén que habíamos llevado metida en un saco y freía patatas con cebolla, pimientos y longaniza.
Mi padre y mi hermano empezaron a cavar la tierra y empezaron a salir las patatas gordas, blanquillas y muy brillantes; mi padre miraba a mi madre y sonreía, la cosecha era buena. Tendremos papas para todo el verano y casi el invierno, estaba contento.
Yo me aburría, como aún era pequeña me permitían no hacer nada y daba vueltas por todo aquello sin saber lo que hacer, me fui a la placeta para jugar a saltar el poyete de piedra o con el agua, en una de tantas vueltas que dí empecé a cantar y de pronto aquello me gustó, canté otra vez; los pajarillos, que había muchos, imaginaba que eran mi orquesta y el gran chorro de agua que caía al pilar era un público entregado que me aplaudía una y otra vez. El agua que rebozaba del pilar y que a su vez formaba un arroyuelo hasta unirse con un pequeño río que venía de las montañas era como un coro que me acompañaba en mis canciones; un gran álamo con el tronco resquebrajado y lleno de corazones e iniciales talladas en el parecía que me decía ¡Bravo! Cuando el viento lo movía. Yo cantaba y cantaba, andaba atrás y adelante, paseando el escenario hacía reverencias e inclinaba mi cabeza para recibir y agradecer tanto aplauso. Al cabo de un rato me dí cuenta que mis padres venían para comer, yo me despedía de mi público y prometí volver más tarde, puse muchos besos en mis manos y se los mandaba saludando y diciendo adiós con las manos.
Entre comentarios sobre la cosecha y risas entre mis hermanos trascurrió la comida. -¿te vienes con nosotros? No, me quedo aquí jugando. ¿No te aburres tan sola? No, estoy bien.
Ellos se fueron y todo volvió a empezar, fue una tarde triunfal, no me cansaba de cantar, saludar y sonreír a mi público. Cuando el día terminó, mi padre cargó la mula con tres sacos de patatas y algunos enseres que habíamos traído por la mañana y parte de la cosecha la dejó allí semiescondida con las ramas de las patatas para volver al día siguiente a por ellas; así emprendimos el camino de regreso, yo me quedé la última para despedirme una vez más de mi público. Pero aquello no acababa, los pinos que había a los lados del camino y que por la mañana habían pasado desapercibidos por mí se habían convertido en gente que no paraba de saludarme y me repetían una y otra vez: ¡Vuelve!¡Vuelve!.
Aquella noche y muchas noches más me acostaba siempre recordando todo aquello que mi mente había creado y vivido, y durante el día estaba excitada deseando volver a vivir aquello; pero era imposible, el Nacimiento estaba muy lejos, sola nunca me atrevería a ir, me daba miedo y aún así seguía empeñada en volver a vivir aquello y le daba vueltas a mi cabeza buscando el sitio adecuado y no hallaba lugar para tan gran aventura. Como mi mente no desistía, un día buscando y buscando me parecía encontrar el lugar ideal. ¡Qué tonta! ¿Cómo no lo había encontrado antes? Estaba allí tan cerca de mí y no lo había visto.
Teníamos una azotea preciosa y alta con un gran campo de almendros enfrente que por la época del año que estábamos, estaban todos verdes, llenos de hojas y las allozas también verdes aún le daban más espesura; además todas las azoteas vecinas estarían llenas de gente formando parte de un gran teatro que yo imaginaba lleno de público. Todo volvió a empezar en la cuerda donde mi madre tendía los trapos, puse unas sábanas a modo de telón, me puse el vestido nuevo de mi hermana, sus zapatos de tacón que me quedaban muy bien pues ella tenía el pie muy chico y yo estaba muy espigada. Me puse una flor en el pelo, cogí el abanico de mi madre y me pinté los labios, estaba muy guapa; hice mi salida de forma triunfal por entre las sábanas que había puesto, canté, paseé, saludé, volví a cantar, sonreía, me ponía el abanico sobre la cara, extendía los brazos para mostrar mi triunfo y dedicarlo al público… todo fue inútil la magia no volvió.
Encarnita Alabarce
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