“Mi Romero”,
el mulo que cuidaba de sus niños
En mi casa, de toda la
vida que tocó vivir, hicimos nuestros pinicos en el comercio, siempre fue la
agricultura y la ganadería; serían el futuro de nuestras vidas. Y lo
fundamental de todo ello fue mi Romero. Fue el primer mulo que conocí,
posiblemente mi memoria comenzó muy prematura y quiero recordar este momento
que lo más seguro que por mi corta edad no podía llamarle momento de plena
satisfacción; pero si sentí la caricia del sol saliente y el aroma de la plena
naturaleza.
Esto
sucedió un siete de agosto en Jolúcar San Cayetano, y me sacaron aún dormido de
un cerón que formaba parte del aparejo del mulo Romero que es a quién le quiero
dedicar mi escrito y guardaré como una reliquia; aún más, un autentico tesoro.
Entre los muchos mulos que
en mi casa conocí, ninguno como mi Romero: pero bueno Juan, ¡Qué te pasa! Vamos
a Hablar de tu Romero: Dotaciones, casta, bravura, sabiduría. Si, es verdad,
ante San Cayetan que todos los años voy a ver y que por primera vez mi Romero
me llevó.
La historia es muy
interesante, según la guía su dueño fue un empresario que tenía una fábrica de
moler caña de azúcar y le costó cinco mil duros, esta cantidad a finales de
1939 era una fortuna; pero al señor empresario le gustó y según contaron al
verle dijo: “Ese mulo es mío cueste lo que cuesta”.
Este macho romo lo
dedicaron a un conche de paseo de aquellos tiempos y según las críticas habidas
y dependiendo de dónde venían los vientos, unos decían: ”Es el mulo más chulo y
guapo que jamás he visto en Motril”. Indiscutiblemente con un pecho que más que romo parecía un percherón. Deciase
que su pelo relucía como un sol saliente de primavera, era todo un lujo dar un
paseo desde Lurdes, pasar por la puerta
de la Fábrica San Fernando cuando el personal desayunaba en la puerta y todos
se levantaban al ver pasar aquella hermosa fiera; daba su recorrido calle
Cuevas, Explanadas, calle Nueva, Camino las Cañas, Fábrica del Pilar y unos
trescientos metros la fábrica de destino; este recorrido se hacía cuatro veces
al día.
Siempre hay un día que no
tenía que amanecer y el señor se quedó dormido, según confesó, después de la
tragedia. Digo tragedia porque ese día cuando paso por San Fernando, también
fabrica de moler caña y remolacha, al ver que en la puerta no estaba nada más
que el porteo se dio cuenta de lo tarde que era y le dijo al cochero: “Dale al
mulo que corra”; y así lo intentó el buen hombre, lo peor fue que aquella fiera no permitía látigo y
por tanto no hubo quién fuese capaz de pararlo.
Las consecuencias
acaecidas fueron coche para quemar y tanto cochero como patrón heridos
gravemente, llegaron a pensar que había sido un mal de ojo para que sucediera
aquella desgracia.
Se toman medidas y son que
el mulo tiene que desaparecer, para la carne, para lo que sea y por lo que den.
Le dio pecado a otro empresario amigo que también tenía fábricas de azúcar, harina y aceite;
con un cortijo al pasar la rambla del Piojo, hoy Rambla de los Álamos. Frente
al antiguo campo de fútbol, sirviendo de paso el llamado camino de las Canteras
o dicho de otro modo de Los Tablones, Aguijares y Lagos.
Creo que de la segunda
persona he dado datos suficientes como para que no me puedan reclamar nada, aún
teniendo muy presente, todos ellos fueron muy serviciales y buenas personas:
también tenían panadería al lado de la calle de los Mudos, una calle que le
decía de Cordobilla y Rambla Capuchinos.
A este buen amigo le
mandaron razón (porque no había teléfono) que venga Juan Pérez, mi padre,
urgentemente. Ambos sabían de bestias y lo que necesitaba mi padre para
emprender una nueva vida ya que terminaba de llegar de la guerra maldita. Le
dijo, vamos a ver un mulo romo de cuatro años y lo vamos a sacar por veinte mil
reales. Si, todo esto está bien pero yo no tengo veinte mil reales. Juan Pérez
sé que este mulo es tu futuro y el pan de tu familia; además, si hacemos trato,
las cinco mil pesetas; y así fue.
Al mulo le puso Romero,
todos estos detalles me los contaba mi padre años después, porque yo estaba
loco con mi Romero. En cuanto pagó el mulo compró otro también muy fuerte; pero
no con la fuerza y sabiduría.
Posiblemente estén pensando que quién suscribe esta eschapetado.
Al recordar aquellos
momentos tan inocentes, pero muy felices en
todos los conceptos, para mí vale la pena escribirlos y guardarlos por
si quiere Dios darme nietos y saber qué fue de la vida de su abuelo. No tuve la
suerte de saber de mi abuelo Antonio Pérez López oriundo de Murtas. Mi padre
cuyos mayores defectos eran varios: gustarle los mulos, dormir poco, trabajar a
reventar y comprar todos los años una finca… y todo eso vino a través de
Romero.
Todos los años se
comenzaba por la siembra de toda clase de cereales, después había que labrar
los almendros, olivos y hacer barbecho para el trigo, indispensable para hacer
el pan del año. No sé que condiciones le
ponían a mi padre porque sembraba mucho y en distintos cotos, y como no en el
cortijo de Don Pedro Hernández. No sé exactamente cuantos años tenía cuando me
llevó por primera vez subido en un borriquillo que compró para llevar dos
cargas de cabos de las cañas para comida de los mulos; me dejó en el callejón
de Montero, detrás de APROSMO, era donde vivía Manuel Esteban, conocido como
Manuel el de Inés, primo hermano de mi padre; este señor era capataz de monda.
Al parecer iba a cumplir tres años.
Después de traer los
cabos, los teníamos que picar para la comida de los mulos; lo más duro era
cuando llegaba mi padre reventaico de arrancar zoca con un arao,… había que
salir a su encuentro porque se caía. Pienso que no se tiraba al suelo por su
orgullo de ser el mejor. Entraba en la casa y caía fulminado, para esa hora ya
había llegado mi hermano Antonio, el mayor, de guardar las cabras (tenía seis
año y medio), descargábamos los mulos entre mi madre y nosotros, le quitábamos
los aparejos y los metíamos en la cuadra. Los pesebres estaban vacíos para que
los cabos no se calentaran señores aquí
comienza la escena: Como los mulos eran tan grandes, los pesebres eran a su
medida y para poder subir tenía que hacerlo cogiéndome a la cola de mi Romero,
por sus garrotes. Mi hermano me achuchaba con su hombro hasta subir al
lomo y me dejaba caer al pesebre por su
cabeza. A continuación me empujaba las espuertas a donde yo las podía alcanzar.
Muchas veces me digo: Con
lo listo que era Romero, él se daría cuenta de por quién estaba siendo
atendido, valga la comparación, ante unos animales tan grandes nos podían
comparar con los nomos. Todo los dicho anteriormente de nada serviría sin decir
lo que mi Romero hacía por sus niños, también nosotros éramos de carne y hueso;
con el calorcito de lo mulos y del corral no quedábamos friticos. Algunas veces
cuando mi padre se despertaba a las cuatro de la madrugada nos encontraba en
las patas o pies de Romero. Había comido pero no había descansado y eso me daba
mucha pena, era consciente de ello, lo que me hacía llorar porque mi Romero no
había descansado por no tumbarse y aplastarnos a nosotros.
Me siento conmocionado
pues solo quedamos los dos pequeños para recordar aquellas cosas de la vida que
nos tocó vivir, siendo Romero la pieza fundamental de todo ello (No me cansaré
de decirlo aún que crean que estoy
cometiendo una falacia), siempre estaba preparado para lo que fuese. Las
personas se acercaban cuando había algún carro atrancado y cómo no, recurrían a
Romero. Muchos decían: Esta vez no puede. Él solo esperaba paciente a que yo a su lado le dijera: ¡Vamos Romero! Pero
vamos, ¿Acaso os quedan dudas?; después mis caricias era su recompensa. No le
faltaba a Romero nada más que guiñarme un ojo, cuando todos los presentes
aplaudían a Romero.
Respecto a la visita del
callejón de Montero, era el primer día que acompañaba al personal al tajo de la
monda, recuerdo que fue dentro del recinto de la fábrica Cienfuegos por la
parte de Levante.
Se me advirtió de que
tenía que ir tomando referencias para volver a casa en más de una ocasión me
perdí eso si, ni lloré; ni a nadie se lo
comenté nada… y me decían: Para mañana tienes que abrir más los ojos.
Las primeras doce gavillas
de cabos que se amarraron fueron mías, de aquel comienzo de campaña del 1943
(El amarrador de cabos se llamaba Miguel y según decían era toluqueño), para
las nueve treinta de la mañana me estaba cargando a mi borriquillo. Manuel el
capataz y andando para Motril.
Esta vez era a un cuarto
de hora de la casa en calle Piedra Buena y otras veces había que ir al camino del río, al jarín, al
partidero, a los adrinanos o Aldeira.
Todos los caminos o pagos
mencionados también los recorría mi padre con su yunta de mulos durante casi
cuatro meses con la diferencia de cómo dice el refrán: “Quién parte y reparte
se queda con la mejor parte”. Eso en parte le venía bien a mi padre. Digo esto
porque los maniseros cuando un agricultor tenía más de cinco marjales nadie los
quería (La obrada eran cuatro marjales) y para él no era problema, a sus mulos
no los sacaba de paso; pero si de hora, antes de amanecer ya estaba trabajando
y ese era el motivo de que cuando llegaba a casa ya no podía más, esa fue su vida.
Ante se decía de sol a sol
y mi padre era de noche a noche, fue muy duro para él y para Romero que se lo
aguanto todo (Eso si a Romero ni una voz). Con decirle vamos era suficiente;
pero aquella dureza otros muchos mulos se extraviaron: Valenciano,
Voluntarioso, Valeroso fueron grandes y fuertes; pero siempre el responsable de
todo era Romero. Le decíamos: ¡Vamos Romero! Y salía con todo su buen hacer,
era todo un encanto verlo. De echo mis tíos no se hablan con mi padre, por
muchos mulos que compraron nunca llegaron a ser como Romero.
Si de verdad existe La
Gloria que bien merecida la tienes, te acuerdas de lo mal que lo pasamos una
madrugada de otoño allá por 1946 con un carro cargado de comestibles de harina,
patatas, castañas y maíz; todo ello era una pequeña fortuna y Romero se había
quedado solo, mi padre le pidió una mula a José Novo que era tratante. Creíamos
tener el servicio, pero cuando cogimos la cuesta de la variante de Vélez, allí
si vi a mi padre. Si hubiera tenido un hacha la mata a la maldita mula, parecía
una ametralladora dando coces y todas iban a la cabeza de mi Romero, el
permanecía con sus cascos clavado en el alquitrán y el carro se iba para atrás.
Mi padre tirando al lado de Romero y me decía: Juanico el torno!. Yo estaba con
mis pies clavados en el torno tirando del freno con todo mi cuerpo hacia atrás,
sin pensar ni un momento del peligro que se avecinaba y que jamás a Romero se
le fueron sus brazos, y el carro volcó de lateral izquierdo; es decir, fue
retrocediendo desde la derecha a la margen izquierda donde la carga rodaron
hasta la ramblilla Tejedores.
A pesar de mi cota edad y
la hora aproximada de la una de la
madrugada, mi gran desesperación era que estaba pasando por la cabeza de mi
padre y en ese momento se acercó un Lan Rover corto y no era otro que la
Guardia Civil. Se detiene motor andando y se baja un teniente, nos enfoca una
linterna y sin terminar de llegar a nosotros le dice al conductor, volviendo la
cara de nuestro lado: ¿Has visto algo por ahí? No mi teniente, no he visto nada.
Vámonos. Nos quedamos como estatuas por corto espacio de tiempo y tal como e vehículo se alejaba comenzamos a tomar la respiración
dando gracias al Señor y a San Cayetano y al teniente que para él diría que
Dios los ampare. No puedo, aunque digan que la Guardia Civil es dura, la verdad
es que solo cumplen con su deber;
también son humanos y en décimas de segundos comprendieron cuán grande podía
ser la amargura de aquel pobre hombre de su desgracia acaecida, con una pequeña
fortuna por los suelos y su única
ayuda era la de un niño de cinco años.
Comenzamos de nuevo, mi
padre pensó que “esto es como parir o reventar”, le quitó la reata a la mula
maldita y se lo enganchó a Romero; lo
enganchó del lateral derecho, se preparó dos buenas piedras por si la operación
era buena meterlas de calzo en las ruedas, cruzó a Romero en la carretera y yo
a su lado me dice que listo. Vamos Romero, aquello se levantó como si de una
pluma se tratara. El carro se puso en pie, mientras mi padre realizaba con
éxito la operación yo abrazaba su hocico y con mi cabecilla echada entre sus
ojos lloraba (nunca mejor dicho como un niño) de la grandeza que había en
aquel inigualable mulo llamado Romero.
Se dice “coger del romero
para que se vaya lo malo y quede lo bueno”, pues aquí queda bien claro que todo
él era bueno. Muchas veces pienso que cuando tenía su cabeza entre mis brazos
me transmitía: No te apures mi niño porque Romero está aquí para cuidar de ti.
Yo me decía: eres muy bueno sin poder
expresar tus sentimientos hacia mí y a toda mi familia porque solo tu te
convertiste en el eje central de toda mi familia Romero, si en la Gloria estás
la tienes más que merecida. A la hora de comer, tu sabes que te ponía tu comida
y me ponía a tu lado a comer la mía que
gracias a Dios casi siempre era pan con longaniza y tu me dabas con la lengua
para que te diera trocitos de pan aunque te gustaba todo. Era tal nuestra
química que aún viviendo otros setenta años más tu siempre estarás conmigo por
los siglos de los siglos, va por ti
Romero.
Juan Pérez Estévez
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